Alfonso Sanz Alduán
Burgos (España), enero de 1998.
Visto en Ciudades para un futuro más sostenible.

El primer concepto que suele salir a colación cuando se habla de accesibilidad y movilidad en los centros históricos es el de la peatonalización. En realidad se trata de una fórmula tan generalizada que se ha convertido casi en un equipamiento normalizado de las ciudades europeas. Rolf Monheim, un clásico del estudio de las zonas peatonales alemanas dijo al respecto: «una ciudad sin áreas peatonales representativas parece ahora desesperadamente anticuada».

Para los visitantes y en especial el turismo extranjero, la zona peatonal se ha convertido en un remanso de normalización que facilita su estancia al mismo tiempo que la aculturiza.

Sin embargo, hablar de las peatonalizaciones sigue teniendo enjundia en la medida en que sus virtudes y defectos permiten con facilidad saltar rápidamente a consideraciones más generales sobre el tráfico y el urbanismo de los centros históricos.

Se pretende en consecuencia presentar aquí un breve marco teórico de las peatonalizaciones y, más en general, de las políticas de tráfico en los centros históricos, que posteriormente será enriquecido por los ejemplos prácticos presentados en otras ponencias.

El concepto

La peatonalización está asociada en el imaginario colectivo al cierre de las calles de los centros urbanos al tráfico motorizado privado. De hecho se podría definir a las calles y zonas peatonales como aquellos espacios exclusivos para los viandantes creados a partir de vías anteriormente destinadas a todo tipo de vehículos.

La peatonalización es una técnica muy antigua, casi tanto como la presencia numerosa de automóviles en las ciudades. Las primeras referencias de calles cerradas al tráfico motorizado se encuentran en los centros de varias ciudades estadounidenses durante los años veinte, justo en el momento en que aparecen espacios urbanos en los cuales las densidades de los flujos peatonales y de vehículos son incompatibles.

Las peatonalizaciones se han presentado desde entonces en una gran variedad de fórmulas que atienden a distintos propósitos, desde las que únicamente se dedican a resolver puntualmente el conflicto entre peatones y vehículos, a las que buscan un nuevo modelo de accesibilidad y movilidad para el conjunto urbano.

Los objetivos

El objetivo principal suele ser el de resolver la contradicción entre un viario no pensado para el automóvil y un tráfico masivo de éstos. Aunque no se explicite, se trata de resolver un problema de congestión circulatoria cuyas causas muchas veces se achacan paradójicamente a quienes resultan más perjudicados, los peatones; hay demasiados peatones para que quepan los coches o para expulsarles sin reparos.

En ocasiones, el objetivo principal circulatorio se completa con otros de tipo ambiental (disminución de la contaminación y el ruido) o de seguridad (disminución de la accidentalidad). Y frente a las clásicas reticencias de algunos sectores del comercio, también existe el modelo (con las zonas peatonales alemanas a la cabeza) cuyo objetivo esencial es de tipo comercial, es decir, la configuración de un espacio propicio al comercio, capaz incluso de competir con las grandes superficies comerciales periféricas.

Son menos y más recientes los ejemplos de peatonalizaciones cuyo objetivo, más allá de las declaraciones, es contribuir a devolver la ciudad al peatón, formando por tanto parte de un paquete amplio de medidas urbanísticas y de tráfico orientadas a tal fin.

Las formas

Se puede comprender por consiguiente que, ante la variedad de objetivos y circunstancias urbanísticas, se derivan también multiplicidad de formas de la peatonalización: tamaño (hay desde áreas peatonales pequeñas hasta áreas de enorme extensión), morfología (ejes, redes, zonas), accesibilidad motorizada (pública y privada), actividades y usos del suelo.

Esa multiplicidad de formas de peatonalización concluye en la configuración de varias imágenes polarizadas de los centros históricos peatonalizados. Se puede así encontrar un centro histórico para el turista (la ciudad-museo), un centro histórico para el comprador (la ciudad-hipermercado), un centro histórico para las instituciones oficiales (la ciudad del poder político), un centro histórico para la diversión nocturna (la ciudad-bar).

Lo que es más difícil es encontrar ejemplos cercanos de centros históricos para vivir, es decir en los que convivan la residencia con el comercio, las oficinas con los talleres, los espacios libres para el juego con los monumentos, los niños con los viejos, los funcionarios con los obreros, los vecinos con los compradores.

Las consecuencias

A partir de esas imágenes polares de las peatonalizaciones es posible empezar a entender algunos de sus resultados que, como se verá, pueden sintetizarse bajo la idea de la ambivalencia. En efecto, las consecuencias de la creación de este tipo de calles han sido analizadas en numerosos documentos, tanto desde el punto de vista de sus efectos positivos como de los negativos.

Entre los positivos se encuentran la disminución del ruido, la contaminación y la accidentabilidad local, el reforzamiento de ciertas actividades comerciales o turísticas y, sobre todo, la revitalización del centro y su recuperación para los peatones como elemento clave de la identidad urbana.

Las consecuencias indeseables también han sido largamente documentadas: las peatonalizaciones contribuyen a producir cambios en los usos del suelo, en particular pueden producir la expulsión de usos residenciales, la modificación y especialización de las tipologías comercial y residencial; y, en ausencia de políticas generales de tráfico, significan el desplazamiento de los conflictos hacia los bordes del área peatonalizada.

Las políticas que se ocultan tras las peatonalizaciones

Hay que advertir, sin embargo, que buena parte de esos efectos negativos no suelen ser consecuencia de las peatonalizaciones en sí mismas, sino que están sobre todo encadenados a políticas de mayor rango relativas a los usos del suelo y las edificaciones, a las políticas de rehabilitación del patrimonio edificado o a las políticas de vivienda (alquiler y construcción).

Por ejemplo, todas esas políticas pueden evitar o abrir el camino para que la población tradicional de un centro histórico y el comercio asociado a la misma sean sustituidos por oficinas y comercio especializado, independientemente de que las calles se hayan peatonalizado o sigan contando con circulación vehicular.

Desde el punto de vista de las consecuencias para la circulación, las calles peatonales no deben asociarse necesariamente a un cambio en la política y en la planificación del transporte en favor del peatón y de la restricción del vehículo privado. Sobre todo en las primeras décadas de su creación, las peatonalizaciones formaron parte de una transformación de los centros urbanos apoyada fundamentalmente en la creación de anillos y otras vías de acceso para los vehículos motorizados y en la construcción de aparcamientos de automóviles, subterráneos o no. Sólo en algunos casos se puso el énfasis en la creación de una potente red de transporte colectivo para dar acceso a la zona peatonal.

De ese modo, muchas veces el carácter aislado de las medidas de peatonalización ligadas al comercio o al turismo, sus efectos perversos sobre los usos del suelo y su asociación a incrementos de la accesibilidad motorizada, se tradujeron en la disuasión de los desplazamientos a pie de acceso a las propias áreas transformadas, contrapesando las ventajas comparativas que los viandantes adquirían en ellas.

Por esa razón, los efectos positivos de las zonas peatonales han estado sobre todo en el campo de la pedagogía urbana o de la cultura de las ciudades; más que por sus resultados en la reducción general de la circulación, su capacidad de cambio positivo puede encontrarse en la rotundidad con la que muestran los beneficios de la supresión del automóvil en ciertas circunstancias.

Se trata, en definitiva, de un terreno de ejemplos útiles en el necesario cambio cultural que requiere y suscita la sostenibilidad en materia de tráfico, ya que permite el redescubrimiento de las calles y plazas como espacios públicos idóneos para esa riqueza de facetas que constituye la vida cotidiana: «el área peatonal se ha convertido en un importante lugar de aprendizaje de la vida urbana», dice también Rolf Monheim.

Cuando se desvían las responsabilidades de los problemas de los centros históricos hacia la peatonalización se incurre en un error doble; por un lado, se sacan del centro de la discusión las políticas urbanísticas básicas y, por otro, se corre el riesgo de eludir las raíces más profundas de la contradicción entre automóvil y ciudad y de obviar el sistema de necesidades y demandas de la población.

Hoy no se puede afrontar la renovación de un casco histórico sin tener en cuenta los cambios sufridos en el sistema de necesidades sociales (de mayor o menor arraigo, de mayor o menor flexibilidad, de mayor o menor coherencia con la sostenibilidad). Hace falta comprender la configuración y los márgenes de maniobra del sistema de necesidades dominante (tipología, tamaño y dotaciones de las viviendas, parques y espacios libres, equipamientos, etc).

En ese contexto han de encajarse las necesidades de movilidad y de accesibilidad y, en particular, las necesidades del uso del automóvil sobre las que se construyen los discursos y justificaciones del incremento de las infraestructuras (nuevas vías y aparcamientos).

Las alternativas

Se pueden seguir haciendo peatonalizaciones en el sentido convencional de resolver la contradicción espacial entre los vehículos y el viario existente; se cosecharán los resultados ambivalentes más arriba señalados. Pero, con la infinita experiencia acumulada en la casi totalidad de las ciudades del mundo rico, parece llegada la hora de plantear el tráfico en los cascos históricos con más amplitud de miras, formando parte de una estrategia global vinculada a la revisión del uso generalizado e indiscriminado del automóvil privado en la ciudad.

Esas estrategias suelen denominarse como de moderación del tráfico, es decir, de reducción del número y de la velocidad de los automóviles. En aras de la habitabilidad y de la sostenibilidad se requiere una transformación en múltiples frentes: en la disuasión del automóvil y en la promoción de los medios alternativos tales como los peatones, los ciclistas y el transporte colectivo.

Una transformación que atienda tanto al centro como a la ciudad nueva, pues el conjunto histórico no vive sin la ciudad nueva y viceversa; para recuperar la ciudad histórica es imprescindible, entre otras mil cosas, recuperar la ciudad nueva y sus vínculos físicos, funcionales y culturales con la antigua.

Para ello parece conveniente reemplazar el papel central que jugaban las peatonalizaciones en otras fases de la historia urbana con al menos los dos siguientes instrumentos: la creación de una red peatonal o de itinerarios peatonales (sin descartar las calles peatonales allí donde realmente no quepan los automóviles) y la amortiguación o templado de la velocidad del tráfico.

El concepto de itinerario peatonal como conjunto de diferentes tipos de vías pensadas también para los que caminan, con mayor o menor protección y atractivo para el viandante en cada una de ellas, y articuladas con distintos dispositivos, cómodos y seguros, para la mezcla y el cruce con el resto de los medios de transporte.

La protección del peatón a partir del concepto de itinerario peatonal apunta directamente a la moderación del tráfico, pues por un lado favorece el trasvase de viajes motorizados a viajes andando y, por otro, tiende a reducir la velocidad de los vehículos, ya que la seguridad y comodidad de las vías y cruces que constituyen los itinerarios peatonales así lo exigen.

Sin embargo, las ventajas de extensión, generalización y flexibilidad que aportan los itinerarios peatonales son, paradójicamente, las causas de su todavía escasa aplicación. Los cientos de mejoras de pequeña escala que constituyen un itinerario peatonal requieren un esfuerzo global superior al que hace falta para crear con un solo proyecto una calle peatonal; requieren, sobre todo, un esfuerzo continuado y sistemático a lo largo del tiempo por parte de las administraciones correspondientes.

Frente a los resultados casi siempre llamativos de las zonas peatonales, los itinerarios peatonales penetran suavemente en el modo de vida y en las pautas de desplazamiento de los ciudadanos, lo que reduce su impacto inmediato ante la opinión pública y su rentabilización política.

Por último, hay que señalar la importancia de aplicar también en los centros históricos un conjunto de técnicas destinadas a la amortiguación de la velocidad de los vehículos. La velocidad se muestra cada vez con mayor nitidez como un factor disuasorio de la habitabilidad, especialmente en lugares como los centros urbanos en los que no es posible ni deseable la segregación de las circulaciones diversas que componen el tráfico. El dominio del espacio público por parte de los vehículos a motor se ejerce a través del número pero también de la velocidad.

La reducción general de la velocidad de circulación a 30 km/h en los centros históricos y la creación, también en ellos, de enclaves y áreas de coexistencia de tráficos, con velocidades máximas de 15-20 km/h, es un camino ya explorado ampliamente en otros países y que puede ser muy fructífero como complemento de las peatonalizaciones ya realizadas en las ciudades españolas.

En conclusión, se trataría de romper los límites que muchas veces se establecen en los debates sobre las peatonalizaciones de los centros históricos. En lugar de centrarse obsesivamente en las ventajas o en los inconvenientes de las áreas peatonales, lo que aquí se propone es abrir la perspectiva hacia las políticas más de fondo que explican las transformaciones de los centros históricos. Incluso en el caso de las políticas de tráfico, la peatonalización debe convertirse en un mero punto de partida para adentrarse en la consideración general de las necesidades de movilidad y accesibilidad y en la compatibilidad entre el automóvil y la ciudad.

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